Ella me enseñó a vivir

Hoy me he acordado de ella. Ha sido inevitable, totalmente en contra de mi voluntad. Lo juro. La culpable ha sido esa canción sonando que conseguía levantarla del sofá y hacerla bailar hasta desgastar sus talones. ¡Como le gustaba bailar!

He sonreído y me he acordado de esa gran frase que reza "No hay nada más triste que un recuerdo bonito". Qué razón tiene, cómo me duele recordarla.

Me he sumergido durante un buen rato en recuerdos. Recuerdos con ella. Momentos en mi memoria que han provocado que mis ojos segreguen unas pocas lágrimas y que mi corazón reviva una serie de sentimientos enfrentados: tristeza por no tenerla, grandeza por haber podido tenerla, nostalgia por echarle de menos y alegría de saber que en algún lugar sigue sonriendo. Y ello dará vida a quien le corresponda. 

Ella lo era todo para mi y todas cada una de sus pequeñas partes conseguían llevarme a la felicidad plena. Hoy las he recordado una a una, poco a poco, como quien disfruta de un libro pasando las páginas sin prisa. 

Su sonrisa: me volvía loco. Se paraba el mundo cuando sonreía, iluminaba el rincón más oscuro y conseguía contagiar de alegría a quien se cruzase con su gesto. Alguna vez supliqué al cielo que dejase de hacerlo o me mataría. Era una locura. 

Su pelo: siempre perfecto. Era seda entre mis dedos y sus mechones eran lianas hacia la felicidad. 

Su ojos: Frenesí ¿Quién no ha sentido lo que es un infarto cuando pestañeaba con sus abanicos y te miraba con aquel color intenso?  No son de este mundo, de eso estoy seguro. Grandes, inmensos y, sobre todo, expresivos. Cuantas cosas se le escapaban con una mirada.

Su piel: Hace tiempo que no la rozo. Muchos dicen que ésta tiene memoria ¡y tanto si la tiene! tanta que aún puedo sentirla. 

Su alegría, sus ganas de reír, su no parar de bromear y su falta de aliento en las carcajadas. Su locura, en la que me enbaucaba sin darme cuenta, su cordura cuando hablaba de amor... 

Su caminar, aquella obsesión por que nuestros pies fuesen al son, llegaba alguna vez a tropezarse por ir a mi par. La hubiese estrangulado entre mis brazos cuando esto pasaba y se reía de ella misma. Su  obsesión por qué la rodeará con mi brazo mientras caminábamos. Ella se acurrucaba en mi pecho y suspiraba diciendo que así se sentía en casa. 

Su olor, dulce y salado. Cítrico y floral. Con cierto olor a madera y a Mediterráneo. Increíble siempre. 

Sus pies, pequeños y juguetones. Fríos y suaves. Empeñados en cobijarse en los míos en busca de calor. Maldita era en invierno. 

Su cuello, amparo de mis besos furtivos. Su cuello, no se sí heleno, pero motivo indudable de mi locura. 

Sus manos revoltosas, con miedo terrible de sentirse solas, con ganas de jugar insaciables. Manos mimosas en busca de caricias, manos imparables cuando rozaban mi piel. Adoraba cuando éstas dibujaban en mi espalda frases y palabras que jamás creyó que conseguía descifrar.

 Yo también la quería tanto que creí que moriría de amor. Jamás he vuelto a querer tanto a alguien y dudo que algún día pueda hacerlo. Me alimento del recuerdo y de la nostalgia. Pero soy feliz porque ella me enseñó que el amor existe, me enseñó que el corazón puede llegar a estallar cuando uno ama. Me hizo ver que todo eso de lo que la gente habla en las películas y los libros es real, ese amor del que ella hablaba si que es  real y único como ella. Me enseñó lo que era rozar la felicidad e incluso acomodarse en ella. Me enseñó que una vida entre risas y sonrisas es posible. Ella me enseñó a vivir. 



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