Qué sorpresa.

Una tarde de invierno cualquiera, hacía frío y ya volvía para casa sentada en metro. Iba concentrada en la pantalla del móvil, mirando los últimos comentarios en las fotos, hablando con sus amigos para el fin de semana y leyendo la última noticia del gobierno acerca de la reforma laboral. Pero, a pesar de su ensimismamiento, entre el barullo del gentío lo escuchó. 

Era irreconocible, era él.

Se le paró el corazón, se le formó ese dichoso nudo en la garganta y le comenzaron a temblar las piernas. También las manos. 

Se quedó bloqueada durante varios segundos. Cuando por fin, aún cabizbaja, decidió actuar, valoró con suma delicadeza las opciones. ¿Le saludaba?, ¿se hacía la loca?, ¿se bajaba del metro, si las fuerzas le echaban un capote, y esperaba al siguiente? Suspiró y cerró los ojos buscando un segundo de tranquilidad.  

Tímidamente alzó la mirada, le buscó, movió sus pupilas con el fin de cruzarse con las suyas. No conseguía verle. ¿Había sido su imaginación? Puede ser, guardaba tan buenos recuerdos de aquella voz que había entrado por sus tímpanos..

Escuchó su risa. No cabía lugar a duda, era él. Ni imaginación, ni nada. 

Ahora, nerviosa, se ayudó de leves movimientos de cabeza para ver si de esta manera alcanzaba divisarlo.  

Y de pronto, le encontró. Se sonrojó y sonrió. Los años no habían pasado por él, el mismo pelo, los mismos ojos, la misma maldita sonrisa que años atrás le había vuelto loca. Ahora también. 

Se quedó un rato mirándole. Olvidándose del mundo, de si faltaba mucho o poco para su parada, si se la saltaba, no pasaba nada. Ahora sólo estaba para èl. 



Hablaba con unos amigos, comentaban algo divertido cuando sin entender muy bien porqué, agachó la mirada y frunció el ceño, como si algo no funcionase bien, como sí algo extraño se hubiese interpuesto en su conversación. Ella desde su asiento, a unos metros, notó aquel gesto y vigiló espectante. Él, con ceño fruncido aún, giró levemente la cabeza hacia donde ella se encontraba. Cualquiera hubiese jurado que había notado su presencia. 

Él la miró y sonrió. No se mostró sorprendido, sabía lo que se iba a encontrar cuando alzase la mirada. Ella en cambio, de manera inconsciente y dejándose llevar claramente por la timidez que la caracterizaba, agachó la cabeza y esperó a que el rubor que se había apropiado de su cara volviese a dejarla tranquila. 

Cuando parecía que la sangre empezaba a hacer su recorrido habitual y había dejado de centrarse en su cabeza, se dijo a sí misma mil veces lo ridícula que resultaba. Como una quinceañera que agacha la cabeza y la esconde tras la carpeta cuando ve al fondo del pasillo al chico que le gusta. "Eres ridícula", se castigó varias veces. 

Aunque igual no la había visto, o no le había reconocido, tal vez sufriese, de unos años aquí, miopía y no la enfoco con claridad, puede que... 

-qué sorpresa. 

Sí, la había visto, la había reconocido y había quedado claro que no tenía miopia (si la tenía, llevaba lentillas) y por si todo ello fuese poco, se había acercado mientras ella volvía a su tono de piel original para volver a ruborizarla y alcanzar el tono 186c de la gama Pantone. 

- Hola. ¡Cuánto tiempo! 

- Vaya, sigues igual de preciosa. 



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