Síndrome de Diógenes Emocional


Tengo una amiga que todavía sigue mirando su perfil de Facebook, otra que hace lo propio con su última conexión en WhatsApp. Hay una que aún mira sus fotos juntos y suspira. Y él, un gran amigo, suele ir a la puerta de su trabajo para verla salir, nunca se acerca pero le basta con mirarla. También, durante una conversación telefónica, una compañera de la infancia me dijo que a veces suele ir a aquella cafetería, se sienta en aquella mesa y recuerda su primera cita. Hay otra que todavía guarda aquellas entradas de cine y la tarjeta de la habitación de aquel hotel en el que pasaron sus primeras vacaciones. El masoquismo de uno de mis amigos le lleva a tal punto que lee sus comentarios en Twitter donde ella abiertamente habla de sentimientos que no le incluyen –ya- a él. Mi compi me admite en sus momentos más débiles que ha caído y ha pasado a desbloquearle de cualquiera de las aplicaciones de su móvil porque no es capaz de dejar de saber de él. Y, por supuesto, mi vecino es incapaz de quitar de casa aquellas cosas que colocó ella y que lógicamente cuando las mira le hace viajar al pasado.


Todas estas personas, y muchas más, tienen algo en común. Tienen Síndrome de Diógenes Emocional.



Me encantó este término cuando lo escuché por primera vez y desde entonces he leído sobre ello. No hay un estudio científico ni psicológico que lo defienda (al menos con dicho nombre) pero muchas personas utilizan esta expresión para denominar ese desamor, esa melancolía y, en ocasiones, tortura y masoquismo.



A mí ese apodo me parece, cuando menos, ocurrente e idóneo.



La mayoría sabemos que el "Síndrome de Diógenes" está caracterizado por la acumulación de basura y desperdicios domésticos; y, en este caso, a las personas que describo les pasa lo propio con las emociones y sentimientos. Acumulan y almacenan hasta formar una pelota que no les deja dar un paso adelante aferrados a la "basura" del pasado. No siendo esto una crítica, que vaya por delante, sino más bien una confesión autocrítica de lo vivido y un cansancio a gritos de lo que siempre pasa.



Como digo, por suerte o por desgracia no estoy libre de pecado: soy la primera afectada por este síndrome. Lo confieso sin ningún tipo de vergüenza o pudor. En alguna caja aún guardo las cartas que nos escribíamos de adolescentes; agendas y diarios de mi pubertad decoran las estanterías de mi habitación. Jamás he borrado fotos que quedan almacenadas en mi sagrado disco externo. Guardo "cositas" que me sacan una sonrisa al verlas.



Siempre que saco la cámara y alguien se queja porque no dejo de enfocar, me defiendo con un rotundo y pícaro "cuando tengamos ochenta años nos encantará recordar viendo estas fotos, y me lo agradeceréis". Y creedme, siempre es un gusto ver en qué remoto país fuimos a vivir semejante aventura o en qué lugar me enamoré de ti. Siempre.



Me cuesta desprenderme de los recuerdos. Sin que llegue a ser algo patológico, guardo detalles de momentos que en su día merecieron ese beneplácito.



Pero, y aquí viene el gran 'pero' que todos esperábamos, la vida sigue. Y claro que sigue. No podemos quedarnos mirando eternamente aquella puerta que se cerró. Él te quería, tú le querías y no funcionó. Ya sea por ti o por él pero la vida te da una oportunidad para reanudar todo y seguir caminando en línea recta. ¿De qué sirve estancarnos? Podemos, y es lícito, dar tumbos e ir haciendo "eses" cuando algo nos trastoca pero enseguida, adelante. Mirada al frente y pasos decididos. Podemos mirar al pasado y recordar, dejar que la melancolía nos haga una vista pero que sea con una sonrisa.



Y no, no hablo -sólo- de sentimientos hacia personas.



En mi caso, hace unos años dejé Bilbao, la ciudad donde había vivido mis últimos cinco años. A sabiendas de que lo que venía por delante era mucho mejor, me costó desprenderme de todo lo que la capital me había dado. Recuerdos, personas, vivencias, experiencias y sobre todo una etapa de madurez que jamás olvidaré y me forjó como persona. Pero de nuevo la vida sigue, para todos, para los que se van y para los que se quedan. No puedo (ni podéis) quedarme mirando atrás, lamentándome de aquello que no funcionó o simplemente no pudo ser.



Hoy hablo desde la experiencia, y creedme que no soy osada al decir que en este aspecto seguramente no me gane nadie. La vida nos depara cosas maravillosas y sobre todo recogeremos lo que nosotros queramos.



Como una película que hace años te maravillaba pero envejece fatal y, al volver a ponértela, lejos de retrotraerte a aquellas viejas sensaciones, si acaso te las estropea, huir hacia el pasado nunca es una buena idea. Si se quedó atrás fue por un motivo. Si no lo trajiste al presente seguro que no tiene sitio en tu futuro. Volver a esos lugares tiempo después te hace darte cuenta que aunque la localización sea la misma, realmente no es el mismo sitio; pero por encima de todo, eres tú la que ha cambiado. Vendí cada segundo de sufrimiento y compré experiencia. Entonces eres consciente de que estás condenada a seguir cometiendo errores durante toda tu vida, pero de cometerlos, mejor que sean nuevos.



Al fin y al cabo, algunas de las mejores cosas de la vida tienen al principio aspecto de equivocación y los errores te llevan a veces a encontrar la felicidad. La ventaja que tienes con los errores del pasado es que esos ya te demostraron que no te iban a llevar a buen puerto. Así que los empaqueto, los convierto en recuerdos  y los coloco en una estantería de mi memoria, donde si quiero los puedo idealizar como me dé la gana.



En resumidas cuentas, la realidad no podrá batir jamás los recuerdos de alguien que tiende siempre a quedarse con lo bueno. De la realidad quiero la próxima sorpresa, un nuevo reto, esa persona que cada día me demuestra que su sitio no está apilado en un archivo junto todo lo demás, sino a mi lado para acompañarme en un camino que sólo quiero recorrer con él.



Cometer nuevos errores y arreglarlos juntos, conocer lugares donde nunca he estado y darme cuenta de que la persona que soy hoy se forjó con todo aquello que me cuesta dejar atrás, pero ya no es la misma que lo vivió. Ni quiero serlo, por fin soy quien quiero ser.



Aunque sepa (sepas) que mientras exista la mínima posibilidad de hurgar emocionalmente en el pasado, lo harás. Aunque me (te) sorprenda (sorprendas) a mí (ti) misma rebuscando en mi pasado una tarde de domingo cualquiera, por un recuerdo, por una foto, por un olor, por una frase, por una curiosidad. O por amor.

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